De 40 para arriba: Cambios antropológicos

Pertenezco a la generación de donadores. Sí. Donadores de capacidad de adaptación. Allá por los años '80, buscaba...
martes, 23 de septiembre de 2014 · 10:29
 
 
Por Anahí García 

Pertenezco a la generación de donadores. Sí. Donadores  de capacidad de adaptación. Allá por los años '80, buscaba la manera de conservar mi primer empleo. Para ello tenía que aprender a operar una computadora. La facturación la hacía con una máquina Olivetti que había aprendido a usar en mi casa y que luego fuera materia en la escuela secundaria. 

Para aprobar Mecanografía era importante mantener quietas las manos sobre la línea media del teclado de la Remington y desde allí, apretar con los dedos correspondientes cada tecla. La Q, la P, la A, la Ñ y la Z eran las que más costaban porque se hacían con los dedos meñiques y, por lo general, los dedos eran más cortos que la distancia a recorrer en esos pocos centímetros de teclado.

Estar bien sentada y no mirar las teclas para escribir eran las buenas condiciones para obtener cualquier empleo. Lo cierto es que con mi título de Perito Mercantil ya había conquistado un lugar en el mercado laboral.

Preocupada me quedé la tarde que sin darme cuenta y sin entender por qué, se desenganchó el carro de la máquina que hacía girar el papel. Voló terrible mole con la mala suerte que tocó la ventana y un vidrio se rompió. Vino mi jefe a ayudarme porque era imposible levantar del piso tremendo accesorio que un técnico especialista quince días después volvió a poner.

La preocupación había entrado en la oficina de administración y nos había tomado a todos los empleados de jerarquía que tiritábamos de miedo al ver que la otra opción era pasar a ser operario en la planta. Al final, cinco años de secundaria podían irse a la basura si no enfrentábamos al monstruo: la computadora.

Yo era la más chica en esa oficina donde todos temblábamos por la misma causa. En casa me animaron rápidamente a dar el gran paso y hablar por teléfono a alguna academia de Córdoba. Así lo hice: averigüé varios números de teléfonos y desde la oficina -porque en mi casa no poseíamos teléfono fijo a pesar de tener solicitada la línea desde hacía treinta y dos años; mis padres finalmente lo lograron con un plan llamado Megatel, que pagaron en sesenta hermosas cuotas que equivalieron al valor de una casa-, decía que, desde la oficina llamé a la operadora de E.N.Tel,  le pedí la comunicación a Córdoba y tuve la suerte que me la otorgara para el día siguiente, dentro de mi horario de trabajo.

Al otro día, ansiosa estaba esperando, y el teléfono sonó llamándome la operadora para comunicarme con el número solicitado. Mientras yo hablaba con la persona que me atendía desde la escuela de computación. A cada rato la operadora intervenía preguntado: 
-"¿Hablaron ya?" -
Yo le respondía: -"Aún estamos hablando operadora. Por favor, no corte la comunicación"- 

Y ese mismo día decidí ir al Centro de Córdoba después del trabajo para averiguar dónde podía adquirir plenos conocimientos del menester que me quitaba el sueño. Una institución parecía ser la opción más seria y ahí fui. La condición para inscribirse era presentar a otra persona para que fuese garante del pago del curso. Entonces le pedí a un amigo que me hiciera el gran favor de ir con su D.N.I. y recibo de sueldo a firmar los papeles para que yo pudiese acceder a la carrera corta que abonaría en seis cuotas y que no podía dejar de pagar para que no lo embargasen a él.

Yo era totalmente virgen en el campo informático y la secretaria que me atendió en la institución, además de virgen en informática era torpe porque le expliqué que precisaba aprender a usar una computadora y me anotó en un curso que resultó ser para aprender a programar en lenguaje Cobol. ¡Huyendo me fui al mes con una cuenta que recuerdo hasta el día de hoy lo que me dolió pagar! A duras penas y con la ayuda de amigos que estaban en mi misma condición, fui aprendiendo.

Inmediatamente vino la etapa universitaria y agradezco de ella haber visto  computadoras hasta en la cafetería. Buenos vientos vinieron a mi vida al ver que todos los alumnos, como yo, no encontraban en el teclado de la computadora aquella tecla distintiva portadora de la letra que marca nuestro acervo e identidad,  aquí,  en estas lejanas tierras hijas de la madre patria que cientos de años atrás había dejado, entre tantas cosas,  la "ñ". Varios fueron los casos de diván que se suscitaron… de verdad… no es broma. Y además del diván por la "ñ", eran las lágrimas de impotencia por no lograr estirar los dedos. Nuestras manos estaban acostumbradas a mantener los dedos casi en ángulo recto sobre las máquinas de escribir, y resultaba que con la computadora había que estirarlos y recorrer con ellos el teclado expandido ¡y se lo podía mirar! Estirar los dedos fue todo un avance antropológico. Y el hecho de mirar el teclado fue una liberación que se la podría comparar con la posibilidad de pecar sin remordimiento.

Y no fueron sólo esos aspectos. Por ejemplo,  poner los acentos en las vocales implicaba mantener apretadas dos teclas con los dedos de la mano izquierda mientras se digitaban tres números con los de la derecha. Y todo esto era a ciegas, porque los acentos no se veían en el monitor sino, recién cuando se imprimía. Rezábamos veinte rosarios para que en las impresiones aparecieran los acentos bien puestos porque de ello dependía la aprobación de la materia en diciembre sin tener que ser reprobado y volver en marzo.

Word Star se llamaba el procesador de textos, y corría bajo el Sistema Operativo D.O.S. Lloré por él y al mismo tiempo le tomé cariño luego de que llegase Windows a movernos el piso una vez más.

El gabinete de informática en la Universidad fue lo más parecido y cercano al laboratorio del Dr. Frankestein porque dentro de ese gabinete en el que pasábamos horas, desarmamos nuestras cabezas y las volvimos a armar. Otros casos de diván se suscitaron a raíz de esto porque éramos estudiantes imbuidos en un ambiente tecnológico que nos producía un conflicto de reconocimiento por parte de los demás. Nosotros sabíamos lo que estábamos haciendo; recordábamos nuestros nombres; pero el entorno nos confundía con expertos en informática o ingeniería en telecomunicaciones. ¡Y bueno! Luego de descubrir que las computadoras podían tener virus, que se las podía vacunar y que de una computadora a otra, con tan sólo un cable pasábamos información como si estuviéramos haciendo una transfusión ¡eso ya era una fiesta todos los días de la que no queríamos salir!

Experiencia maravillosa en mi vida fue esta. Y ni contar cuando con un grupo de compañeros armamos en el estudio todo el equipo necesario para poner al aire un programa de televisión por circuito cerrado… Al otro año cambiaron los aparatos y no sabíamos por dónde comenzar.

Otro paso informático en mi vida fue adquirir mi propia computadora. Fui y volví mil veces al gabinete de la Universidad porque me había propuesto comprar el último modelo. Sin darme cuenta, había juntado tantos billetes de dos pesos mirando un programa conducido por Julián Weich en el que sorteaban dinero observando la terminación y número de serie de dichos billetes. Movida por el "que no falte la falta", muchas gaseosas no bebí y a muchos boliches no fui con el único objetivo de comprar mi propia computadora.

Nunca salí sorteada en el programa de Julián Weich. Sin embargo, entre los billetes de dos pesos guardados más otros ahorros, pude comprar mi máquina y la puse en el living. Era enoooorme… la computadora, no el living. A los dos meses salió otro modelo y mi corazón me acompañó para no volverme loca y no entrar en esa carrera. Chocha estaba con mis aprendizajes. Hasta pude ayudar a  otros chicos que no sabían nada de computación y buscaban empleo.

En mi falda ponía a mis sobrinos para que tocaran "la compu" y comenzaran a escribir.  ¡Qué dulzura! Bello era observarlos cómo experimentaban con cada ícono. Así me fue también la tarde que dejé solo a uno de ellos y de repente dijo que tenía que irse. Es que había dado vuelta la imagen en el monitor y él no tenía ganas de ver cómo retroceder. Cuando me percaté y vi que no lo resolvía poniendo al monitor patas para arriba, me desesperé:
-"!Santiaaaaagoooooooo! ¡Volvé acá!!!..."-
Pasaron los años y una tarde llamé por teléfono -que ya era Telecom- a otro de mis sobrinos pidiéndole que viniese urgente a casa porque precisaba de su ayuda. Llegó rápidamente y con el pedido que paso a contar enseguida, sentí que me volvía sobrina de mi sobrino. Le dije:
-"Compré un celular…  ¿Cómo lo enciendo?" -

Ahí me di cuenta de que los niños estaban llegando al mundo con la capacidad de incorporar la tecnología rápidamente. Tampoco entré en la locura de los cambios de celulares. Vienen a mi espacio los nuevos cuando el que tengo fallece y si no me significa un gran desembolso de dinero.

En cuanto a mi sobrino, le propuse que viviera en mi casa así yo tendría a alguien que  pudiese encender el televisor, el micro-ondas, la batidora; ubicara un museo para llevar los videos grabados en VHS; pusiera el pen-drive en el puerto USB; me tradujese el significado de "Aux", "Mic", "DVD"; me explicara para qué sirve el  "MP3" para comenzar a entender al "MP5"; encendiera la Notbook, la Netbook, la Tablet; me explicara qué hacer con el Smart-tv y el Smartphone; me introdujese en el mundo de la "Convergencia Digital"; me enseñara a tomar una Selfie para subirla al Twitter y enviar mensajes a la radio por WhatsApp; me aconsejara a cuál gimnasio ir para estar en forma y salir linda en el video para Youtube;  y por último, cerrara el portón automático mientras desactivara la alarma al llegar a mi casa guiada por el GPS. 

Hoy me causa extrañeza observar en las confiterías a parejas que en vez de mirarse a los ojos y dialogar sentados a una mesa, están ambos pendientes del celular. Otro cambio antropológico estamos transitando porque las cabezas se están bajando y por ello las cervicales doblando, las gargantas oprimiendo, los mentones cayendo, los párpados cerrando. Somos los hiper-conectados desconectados del horizonte y del azul del cielo. 

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